domingo, 14 de febrero de 2010

La verdad, toda la verdad y nada más que la verdad

No va a ser empresa fácil, pero merece la pena. Un asesino no debería dejar de terminar ante la justicia, por mucho que los crímenes cometidos comenzaran en los años 30 y por mucho que el responsable lleve bajo tierra algunas décadas. La persecución, represión, tortura y aniquilación a que sometió a sus semejantes debe aclararse, caso por caso, asesinato a asesinato; tenemos derecho a conocer con detalle los hechos y a que en sede judicial se dicte sentencia. Deberían desfilar por los juzgados las memorias de aquéllos que firmaron sentencias de muerte, de quienes señalaron de muerte a sus vecinos, de los que santificaron los fusilamientos por la gracia de Dios... para histórica vergüenza de sus descendientes, que siguen sin pedir perdón, y para público escarnio de una Iglesia cómplice con el horror. Esto sería lo normal en un país democrático y el nuestro básicamente lo es. Sin embargo, lo que queda del antiguo régimen (que por las instancias que mueve diríase que es aún bastante) consigue parar el golpe, dándole la vuelta a la tortilla. Y empieza el sainete. Y es entonces cuando los enemigos de la libertad denuncian al juez que investiga los crímenes franquistas y se convierte él mismo en investigado; y en lugar de acusador, tiene que defenderse de la acusación de prevaricador (¡!), entre otras (si prevaricar es dictar una resolución injusta a sabiendas, ¿qué es dictar una sentencia de muerte en un juicio sumarísimo? ¡pero qué "cuajo" tienen algunos...!)
Todo esto me cabrea muchísimo, pero tiene su lógica. Supongo que habrá mucha gente "respetable", de derechas de toda la vida y de misa semanal que no querrá que hurguen en su pasado y perturben su apacible existencia desenterrando, a pico y pala, los crímenes cometidos por ellos o sus familiares. Demasiados y demasiado poderosos. No va a ser nada fácil.